Hay una cifra que lo resume todo y que, sin embargo, casi nadie quiere mirar de frente: en España, uno de cada cuatro embarazos termina en aborto. No es una frase hecha. No es una metáfora. Es un dato frío, estadístico: en torno al 24,57% de los embarazos acaban en un quirófano o en una pastilla que no deja llegar a nacer al hijo. Y eso significa, dicho sin anestesia, que la Generación Z es una generación amputada: uno de cada cuatro no está, nunca tendrá DNI, nómina, familia ni voz.
Y, mientras tanto, se nos repite que “el problema demográfico” es muy grave, que “faltan cotizantes”, que “no hay relevo generacional” y que “no podremos pagar las pensiones”. Lo más grotesco del caso es que el mismo Estado que se lamenta del invierno demográfico financia la nevada.
Las matemáticas gritan y el Estado se hace el sordo. En 2017, la proporción de embarazos que terminaban en aborto era ya preocupante: 18,98%. Hoy vamos por el 24,57%. Hemos subido casi seis puntos en pocos años. Eso no es una anécdota, es una tendencia. Una pendiente resbaladiza por la que nos dejamos deslizar, mientras nos distraen con fuegos artificiales ideológicos.
Peor aún: hay comunidades autónomas donde más del 40% de los embarazos terminan en aborto. Cataluña, Canarias, Asturias… Territorios en los que, estadísticamente, casi la mitad de los hijos concebidos no llega a nacer. ¿Eso es “salud reproductiva”? ¿Eso es “progreso”? Llamémoslo por su nombre: es una máquina de triturar futuro.
Y ahora viene la pregunta incómoda: ¿Es esto un accidente? ¿Un desastre “natural”? No. Esto tiene responsables, firma, sello, partida presupuestaria y BOE.
Cuando una sociedad quiere saber qué considera realmente importante su Estado, no hace falta escuchar discursos: basta con mirar los Presupuestos. El dinero es el polígrafo de las prioridades. En España, las ayudas a embarazadas (sin contar Madrid y Galicia) rondan los 4,8 millones de euros. En cambio, las ayudas para abortar se acercan a los 38 millones. Traduzcámoslo a lenguaje llano: casi diez veces más dinero para eliminar hijos que para ayudar a que nazcan.
En un país demográficamente al borde del colapso, con más defunciones que nacimientos, el mensaje es cristalino: ¿Estás embarazada y te agobias? Para abortar, alfombra roja. Para seguir adelante, ya si eso, apáñate…” No puede ser un error contable. No puede ser un despiste. Es una elección política, moral y cultural: el aborto es prioritario, la maternidad no.
Cuando se analiza el promedio, España dedica unos 237 € por mujer embarazada. Pero si quitamos Madrid y Galicia de la ecuación, la cifra se desploma hasta 21,11 € por embarazada. Es decir: menos que una cena para dos en un restaurante normalito. La vida de un hijo, valorada por la Administración por debajo de una velada de sábado.
Mientras tanto, se pagan sin rechistar decenas de millones para abortar.
¿Casualidad? No. Coherencia interna de un sistema que ha decidido que el hijo es el problema y no el tesoro.
Nos dicen que “las mujeres abortan porque no tienen apoyo”. Y es verdad que muchas están solas y desbordadas. Pero también nos dicen que “no se puede hacer nada”, que “es su decisión y punto”. Pues bien, cuando una entidad provida acompaña de verdad a una mujer que piensa abortar, el resultado es demoledor para el discurso oficial: el 80% de esas mujeres decide seguir adelante con el embarazo.
O sea: Con escucha, apoyo y ayuda real, la mayoría quiere tener a su hijo. Sin apoyo, pero con un sistema que empuja hacia el aborto, “deciden” abortar.
Y aquí es donde la responsabilidad del Estado se vuelve clamorosa: Si se sabe que el acompañamiento funciona, si se sabe que con apoyo muchas mujeres no abortarían, y aun así se financia masivamente el aborto y se racanean las ayudas a la maternidad, entonces ya no hablamos de neutralidad. Hablamos de complicidad.
Mientras en otros países se ponen en marcha tarjetas monedero, paquetes de ayuda antes y después del parto, productos básicos para el bebé y ayudas directas a las familias, aquí lo que abunda es la propaganda de “derechos reproductivos” y las subvenciones a quien ofrece la “solución final”: que el niño no nazca. “Solución final”, ¿no les recuerda a algo?..
Solo dos comunidades destacan por una muy mínima dignidad en las cifras: Galicia: unos 1.856 € por embarazada. Madrid: algo más de 900 € por embarazada. Y aun así, incluso allí, las tasas de aborto siguen por encima de la media nacional. ¿Qué demuestra esto? Que: 1. Sin ayudas económicas es peor, eso está claro. 2. Pero solo con dinero tampoco basta si toda la cultura, las leyes, la educación y la sanidad pública señalan en la misma dirección: “estás embarazada y te molesta, elimínalo”.
El Estado, todas sus administraciones, no solo miran para otro lado: han construido un sistema en el que abortar es fácil, rápido, barato y, sobre todo, financiado por todos. La destrucción de la familia y de la natalidad no es un efecto colateral, es el resultado previsible (y, a estas alturas, innegable) de las políticas aplicadas.
No sabemos (con certeza) todas las razones profundas de esta obsesión por reducir nacimientos: ¿ideología, intereses económicos, ingeniería social, miedo al futuro, deseos de destrucción de la civilización occidental…? Lo que sí sabemos es que hay responsables:
Culpables por acción: Quienes redactan leyes que blindan el aborto. Quienes elaboran presupuestos que lo riegan de dinero. Quienes convierten el vientre materno en “campo de batalla ideológico” y al hijo en “daño colateral” de la libertad mal entendida.
Culpables por omisión: Quienes callan sabiendo lo que está pasando. Quienes miran hacia otro lado, siempre que su sueldo, su sillón o su imagen pública no se vean alterados. Quienes, viendo el invierno demográfico, se limitan a suspirar y cambiar de canal.
Y luego estamos el resto de ciudadanos. Porque algún día, cuando preguntemos con cara de sorpresa: “¿Cómo hemos llegado hasta aquí?” Habrá que responder con la vieja fórmula que muchos pronunciamos distraídamente en misa, pero esta vez tomando cada palabra en serio: “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.” Por tu voto, por tu silencio, por tu indiferencia, tu comodidad. Por haber pensado que esto no iba contigo, que era “un tema delicado” mejor no tocar, que “cada uno haga lo que quiera”.
Ya se habla del “holocausto del aborto”. No es una expresión exagerada cuando uno repasa los números: cientos de miles de vidas truncadas, año tras año, durante décadas. Una generación tras otra recortada, adelgazada, borrada de la estadística de nacimientos y enterrada en los abortos. Recuerda una historia pasada, ¿verdad? La diferencia con otros horrores históricos es que no hay campos de concentración, sino clínicas con licencia. No hay trenes de ganado, sino hojas de derivación. No hay uniformes, sino batas blancas. Y, sin embargo, el resultado final es el mismo para el que no nace: dejar de existir antes de haber podido existir de verdad.
Lo verdaderamente siniestro es que este proceso está financiado públicamente.
No es solo que el Estado “permita”. Es que paga. No es solo que tolere. Es que promociona y protege ese sistema. Y mientras, las ayudas para que una mujer pueda decir “sí” a la vida de su hijo se consideran un lujo, una “política conservadora”, un gasto prescindible. La pérdida moral de la sociedad no solo ha sido tolerada: ha sido financiada.
Si no se frena esta dinámica, el final del libro ya está escrito: Más abortos. Menos nacimientos. Más envejecimiento. Más crisis económica. Más conflictos sociales. Más soledad, más fragilidad, menos comunidad. Y entonces, dentro de unos años, alguien hará un informe solemne sobre “las causas del colapso demográfico” y descubrirá, con gesto compungido, que nos matamos el futuro a golpe de quirófano y decreto. Harán congresos, retrospectivas y documentales. Tal vez hasta monumentos a “los niños que no nacieron”.
Pero nada de eso borrará la realidad: los Estados han sido culpables y los ciudadanos también. Unos, por diseñar y financiar la maquinaria. Otros, por dejarla funcionar sin alzar la voz. Todavía estamos a tiempo de que, cuando alguien pregunte “¿cómo hemos llegado aquí?”, podamos responder: Llegábamos directos al abismo… y decidimos frenar.
Porque si no se detiene este holocausto silencioso, la respuesta será otra, mucho más dura y personal: “Hemos llegado aquí por tu culpa, por tu indiferencia y por tu desidia. Porque preferiste no ver, no saber y no actuar.”
Y entonces ya no valdrán excusas, ni eufemismos, ni consignas. Solo quedará la certeza de que, mientras se hablaba de derechos, de progreso y de libertad, se destruía sistemáticamente, con dinero público, aquello sin lo cual ninguna sociedad puede sobrevivir: SUS HIJOS.
Carmelo Álvarez Fernández de Gamarra | Colaborador de Enraizados




