Hubo un tiempo —no muy lejano— en que el corazón de la civilización occidental latía al ritmo de una cosmovisión teocéntrica. Dios era el centro, la fuente de verdad, justicia y moral. Las instituciones, las leyes y la cultura giraban en torno a un orden trascendente. No se trataba solo de religión, sino de un marco moral y espiritual que daba sentido a la existencia y cohesión a la sociedad.
Pero ese orden fue sustituido. Primero lentamente, después de forma violenta. Las revoluciones liberales del siglo XVIII abrieron paso a una nueva etapa: el antropocentrismo, el culto al hombre, el sueño moderno de un ser humano autosuficiente, emancipado de toda autoridad divina.
El paso de lo teocéntrico a lo antropocéntrico supuso un giro radical. El hombre pasó a ocupar el trono, la razón se convirtió en árbitro supremo y la ciencia fue elevada a religión de Estado. La moral dejó de depender de Dios para depender del consenso. Se sustituyó el dogma por el relativismo, el pecado por la patología, y la virtud por el deseo.
Pero aquella promesa de progreso ilimitado y libertad absoluta se reveló como una gran farsa. La modernidad antropocéntrica no redimió al hombre, lo degradó. Lo hizo esclavo de sus impulsos, lo desarraigó de su tradición y lo convirtió en objeto manipulable por los poderes del momento. De ahí surgieron los totalitarismos, el materialismo y el vacío existencial.
Hoy vivimos una nueva mutación ideológica. Ya no estamos en una sociedad teocéntrica ni estrictamente antropocéntrica. Hemos entrado en la era eco-céntrica: el culto a la naturaleza. En nombre de la ecología y del “Planeta”, se promueve una nueva moral ambiental que pone a la Tierra por encima del ser humano, e incluso de Dios.
La llamada “crisis climática” ha sido convertida en dogma de fe incuestionable. Cuestionar sus postulados es herejía. Los que lo hacen son tildados de negacionistas y excluidos del debate público. Y bajo esta premisa se imponen restricciones, impuestos, censura y un sinfín de políticas que empobrecen a las familias mientras enriquecen a las élites globalistas.
Tal como señalaba el escritor Juan Manuel de Prada, “hemos sustituido el infierno por la catástrofe climática, el pecado por la huella de carbono, y la confesión por el reciclaje”. La analogía no es casual: la nueva religión ecológica tiene sus propios ritos, mandamientos y sacerdotes: los tecnócratas de Bruselas, los burócratas de la ONU y los multimillonarios de la Agenda 2030.
Un mundo que da la espalda a Dios… y se arrodilla ante los árboles. La paradoja es evidente: se niega la trascendencia, pero se idolatra a la materia. Se rechaza a Dios, pero se sacraliza el CO₂. Se desprecia la vida humana —especialmente la del no nacido— pero se legisla con celo por los “derechos del planeta”. Esta nueva moral naturalista no es inocente ni neutral: es profundamente antihumana y anticristiana.
Lo denunciaba con claridad, o al menos se le atribuye, el escritor y filósofo británico G.K. Chesterton: “Cuando se deja de creer en Dios, no es que no se crea en nada. Se acaba creyendo en cualquier cosa”. Hoy esa “cualquier cosa” es el clima, la energía eólica, la carne sintética o el veganismo impuesto.
Ante esta deriva, la única salida es clara: recuperar el orden teocéntrico, volver a colocar a Dios en el centro de nuestra vida personal, familiar y social. El ser humano no puede sobrevivir espiritualmente sin trascendencia, sin verdad, sin moral objetiva.
Es tiempo de resistencia intelectual y espiritual. No podemos permitir que el hombre se diluya en un ecologismo totalitario ni que la política se convierta en liturgia de adoración climática. Nuestra misión es volver a proclamar, con firmeza y sin complejos, que el centro del universo no es el carbono ni la Tierra, sino Dios, creador del cielo y de la tierra.
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1 comentario en «De Dios al hombre… y del hombre al árbol: la deriva de una civilización extraviada»
Amen!
Que mas añadir aquí, la soberbia del ser humano.