Cómo el gobierno del PSOE convirtió los vicios privados en ruina pública
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La célebre Fábula de las abejas, escrita por Bernard Mandeville en 1705, planteaba una paradoja inquietante: los vicios privados —codicia, egoísmo, ambición— podían, en determinadas circunstancias, alimentar la prosperidad colectiva. En la colmena de Mandeville, abogados astutos, comerciantes vanidosos y políticos corruptos, lejos de ser un lastre, contribuían al dinamismo económico y social.
El autor advertía que, al imponer la virtud absoluta, la colmena colapsaba: desaparecían el comercio, la innovación y hasta el empleo. “El lujo empleaba a un millón de pobres, y el odioso orgullo a otro millón”, resumía así la paradoja de una sociedad que florece gracias a sus defectos.
Sin embargo, la España contemporánea parece haber invertido por completo esta lógica. Aquí, la corrupción sistémica no genera riqueza, sino pobreza institucionalizada. El régimen actual ha convertido la fábula en su antítesis: los vicios privados ya no estimulan la economía, sino que la destruyen, erosionando las bases mismas de la convivencia y el progreso.
Índice de contenidos
- De la fábula a la realidad: la perversión española
- El nepotismo como política de Estado
- La metástasis del clientelismo
- El fracaso de la mano invisible
- España, la colmena zombi
- Epílogo: ¿hay salida?
De la fábula a la realidad: la perversión española
La España contemporánea ofrece un escenario donde la paradoja de Mandeville se invierte y degrada. Si en la fábula original los vicios privados —codicia, ambición, búsqueda del beneficio propio— lubricaban los engranajes de la prosperidad colectiva, en la realidad española estos vicios, institucionalizados y sin control, se han convertido en un lastre que corroe la vida pública y empobrece a la sociedad.
La corrupción, que en la colmena de Mandeville podía ser motor de actividad económica, aquí se traduce en fuga de capitales, desconfianza y parálisis. El dinero público, en lugar de dinamizar la economía, se desvía hacia bolsillos privados o estructuras clientelares, sin apenas beneficio social. El nepotismo, que en otros contextos podría tejer redes de solidaridad, se convierte en un mecanismo de exclusión, donde el mérito y la capacidad quedan relegados ante la lógica del parentesco o la lealtad partidista.
La hipocresía social, que Mandeville describía como un mal necesario, ha sido sustituida por una virtud performativa: una teatralización de la justicia social que sirve de coartada para perpetuar privilegios y blindar a los afines. Así, la retórica de la igualdad y la redistribución se vacía de contenido, mientras la realidad cotidiana se caracteriza por la desigualdad de oportunidades y la consolidación de élites extractivas.
Los ejemplos abundan: el caso de los ERE andaluces, los másteres y titulaciones fraudulentas, o los fondos europeos Next Generation atrapados en redes clientelares, ilustran cómo la corrupción y el clientelismo no solo no reactivan la economía, sino que la lastran y minan la confianza en las instituciones.
La perversión española consiste, en definitiva, en haber convertido los vicios privados en un fin en sí mismo, despojados de cualquier potencial dinamizador. La corrupción ya no es lubricante, sino óxido; el nepotismo, muro de exclusión; la hipocresía, máscara que oculta la descomposición del sistema.
En este contexto, la paradoja de Mandeville se revela como una advertencia ignorada:
Cuando los vicios dejan de estar sometidos a la competencia, la transparencia y el mérito, dejan de generar riqueza y se convierten en instrumentos de expolio.
La España actual, lejos de ser una colmena próspera gracias a la gestión inteligente de sus defectos, se asemeja más a un enjambre desorientado, donde el esfuerzo colectivo se diluye y la confianza en el futuro se desvanece.
El nepotismo como política de Estado
En la España contemporánea, el nepotismo ha dejado de ser una anomalía ocasional para convertirse en un principio estructurante de la vida pública. No se trata ya de episodios aislados, sino de una lógica sistémica que atraviesa las instituciones y condiciona el acceso a recursos, cargos y oportunidades.
El Estado, lejos de garantizar igualdad y meritocracia, se ha transformado en un espacio donde la proximidad al poder —por lazos familiares, afinidad personal o lealtad partidista— determina el destino de individuos y colectivos.
Este fenómeno se manifiesta en la adjudicación de contratos públicos a empresas vinculadas a familiares de altos cargos, la creación de plazas y cátedras universitarias “a medida” para premiar la fidelidad, o la proliferación de asesores sin experiencia acreditada. Casos como el de Isabel Rodríguez o Begoña Gómez son solo la punta visible de un iceberg mucho más profundo.
El nepotismo erosiona la confianza ciudadana y genera exclusión y desmoralización. Quienes carecen de conexiones perciben que el esfuerzo y el mérito han dejado de ser vías legítimas de ascenso social. La frustración y el desencanto se extienden, especialmente entre los jóvenes, muchos de los cuales optan por emigrar.
La perversidad del nepotismo institucionalizado radica en su capacidad para perpetuarse y blindarse. Los mecanismos de control se debilitan, mientras partidos y redes clientelares se protegen mutuamente, dificultando la investigación y sanción de los abusos. La retórica de la justicia social se vacía de contenido, convertida en un decorado que oculta la consolidación de nuevas élites extractivas.
En última instancia, el nepotismo como política de Estado no solo empobrece la vida pública, sino que hipoteca el futuro del país. La innovación y el dinamismo económico se ven sofocados por una cultura del privilegio y la mediocridad. El Estado, lejos de ser motor de progreso, se convierte en obstáculo para el desarrollo y la cohesión social.
La pregunta es si la sociedad española será capaz de romper este círculo vicioso y recuperar los valores de mérito, transparencia y responsabilidad. Mientras el nepotismo siga siendo la norma, la colmena difícilmente podrá prosperar.
La metástasis del clientelismo
El clientelismo, entendido como la distribución de recursos públicos en función de la lealtad política o personal, ha evolucionado en España hasta convertirse en el tejido mismo de la vida institucional. Lo que antes era una desviación puntual, hoy se manifiesta como una metástasis que invade todos los órganos del Estado.
Esta expansión responde a una lógica de supervivencia y consolidación del poder, donde el reparto de favores, contratos y subvenciones teje una red de dependencias mutuas. Los beneficiarios —empresas afines, familiares, intermediarios, medios subvencionados— sostienen el régimen a cambio de privilegios y protección. Así, el Estado deja de ser árbitro neutral y se transforma en botín.
El caso de Koldo García, exasesor de José Luis Ábalos, ilustra esta dinámica: comisiones ilegales, adjudicación de contratos públicos a empresas fantasma y presunta financiación ilegal del partido revelan una arquitectura institucional diseñada para el expolio. No son simples irregularidades, sino un sistema donde la corrupción se planifica, ejecuta y protege desde las más altas instancias.
El clientelismo también ahoga la economía: concursos públicos amañados penalizan la innovación y relegan a pymes y emprendedores. El resultado es una economía cautiva, incapaz de generar crecimiento sostenible ni atraer inversión extranjera.
En el plano social, el clientelismo genera resignación y escepticismo. Los ciudadanos perciben que el acceso a recursos depende menos del esfuerzo y el talento que de la proximidad al poder. La confianza en las instituciones se erosiona y la participación política se reduce a la búsqueda de favores.
Romper este círculo vicioso exige reformas institucionales y una regeneración ética y cultural que devuelva sentido al mérito, la transparencia y la responsabilidad pública.
El fracaso de la mano invisible
La teoría de la “mano invisible”, formulada por Adam Smith a partir de la paradoja de Mandeville, sostenía que el egoísmo individual, canalizado a través de mercados libres y competencia, podía redundar en beneficios colectivos. Sin embargo, la experiencia española reciente revela el colapso de este principio cuando el Estado deja de ser árbitro imparcial y se convierte en actor principal del reparto de premios y castigos.
En lugar de corregir los excesos del mercado, el poder político ha monopolizado la asignación de recursos, desplazando la lógica de la competencia por la del favoritismo. El resultado es una economía cautiva, donde la “mano invisible” ha sido sustituida por la mano visible —y opaca— de una élite política y administrativa.
La justicia, lejos de actuar como garante de la legalidad, se percibe como instrumento al servicio de intereses partidistas. Los medios de comunicación, dependientes de subvenciones públicas, han dejado de ejercer su función crítica. Las empresas innovadoras ven cerradas las puertas de los concursos públicos, reservados para firmas vinculadas a la red clientelar.
La paradoja es amarga: allí donde la “mano invisible” debía transformar los vicios en virtudes, la intervención arbitraria del Estado los ha convertido en monopolio de una casta. El egoísmo ya no genera riqueza colectiva, sino expolio y estancamiento.
El fracaso de la mano invisible en la España actual no es solo económico, sino también moral y político. La promesa ilustrada de que el interés propio podía servir al bien común se desvanece cuando las reglas del juego son manipuladas y la competencia es sustituida por el privilegio.
España, la colmena zombi
La imagen de la “colmena zombi” condensa el estado actual de la vida pública española. Si en la fábula de Mandeville la colmena prosperaba gracias a la energía contradictoria de sus vicios, en la España contemporánea asistimos a una paradoja aún más inquietante: la colmena sigue en pie, pero ha perdido su vitalidad y su sentido de propósito.
La metáfora del “zombi” describe una sociedad que, aunque mantiene sus formas institucionales, ha perdido la esperanza y la confianza en el futuro. Los jóvenes, ante la imposibilidad de progresar por méritos propios, optan por emigrar. Las empresas, asfixiadas por el clientelismo, cierran o renuncian a la innovación. El talento se desperdicia, la economía se estanca y los privilegios se concentran en manos de una minoría.
En este contexto, los “zánganos hipertrofiados” —figuras políticas y empresariales que han hecho del Estado su patrimonio privado— proliferan y se perpetúan. El Estado se convierte en botín familiar, en instrumento de reparto y consolidación de privilegios. Los fondos públicos se malgastan en subvenciones a amiguetes y proyectos sin futuro, mientras el paro juvenil y la desigualdad se agravan.
La colmena zombi es también una sociedad donde la corrupción ha dejado de ser un escándalo para convertirse en rutina. La impunidad se instala como norma y la justicia se percibe como parte del problema. Los medios de comunicación, en lugar de ejercer su función crítica, contribuyen a la anestesia social.
El resultado es una democracia vaciada de contenido, donde la participación política se reduce a la búsqueda de favores y el debate público se empobrece hasta la polarización y el desencanto.
Frente a este panorama, la pregunta es si existe aún la posibilidad de regeneración, de recuperar la vitalidad perdida y de reconstruir una sociedad basada en el mérito, la transparencia y la responsabilidad.
Epílogo: ¿hay salida?
Llegados a este punto, la pregunta sobre la salida posible se impone con urgencia y escepticismo. Cuando el sistema parece haber agotado su capacidad de regeneración, la tentación de una ruptura radical se presenta como única alternativa. Quemar la colmena y empezar de nuevo: la imagen es poderosa, pero inquietante.
Sin embargo, la historia enseña que las soluciones drásticas rara vez resuelven los problemas de fondo. La destrucción total puede abrir un ciclo de caos y resentimiento. El verdadero desafío reside en la capacidad de la sociedad para reconocer sus propias sombras, asumir la necesidad de una reforma profunda y reconstruir los vínculos de confianza y responsabilidad.
La salida, si existe, no será fruto de un acto heroico ni de una catarsis repentina, sino de un proceso paciente de regeneración ética e institucional. Requiere voluntad política y compromiso ciudadano; exige transparencia, educación y cultura cívica; demanda sanción de los abusos y reconocimiento del mérito y la excelencia. Solo así podrá la colmena recuperar su vitalidad y los ciudadanos volver a sentirse parte de un proyecto común.
Quizá, como en las viejas fábulas, el final abierto sea también una invitación a la esperanza. Porque toda sociedad, incluso en sus momentos más sombríos, conserva la posibilidad de reinventarse. Pero esa, amable lector, es otra historia: la historia que aún está por escribirse.
![]() Albert Mesa Rey es de formación Diplomado en Enfermería y Diplomado Executive por C1b3rwall Academy en 2022 y en 2023. Soldado Enfermero de 1ª (rvh) del Grupo de Regulares de Ceuta Nº 54, Colaborador de la Red Nacional de Radio de Emergencia (REMER) y Clinical Research Associate (jubilado). Escritor y divulgador. |





