“El wokeismo se presenta como una nueva religión secular” – Francisco Henriques da Silva , autor y diplomático

El wokeismo se presenta como una nueva religión secular

“El triunfo del relativismo moral, encarnado en la ideología woke, representa la sentencia de muerte de la civilización occidental.” 

Francisco Henriques da Silva es exembajador de Portugal en Hungría, India, México y otros países. Además, es un prolífico escritor.

El periodista Rafael Pinto Borges le entrevista para The European Conservative para hablar sobre su último libro, « Guerras culturales y la amenaza woke» , y sobre si el progresismo woke está en retroceso o ha llegado para quedarse. Por su interés reproducimos dicha entre entrevista.

El libro « Guerras culturales y la amenaza de lo woke » aborda un tema candente en el debate contemporáneo. ¿Cómo definiría el concepto de «woke» en el contexto del libro y por qué considera que esta ideología representa una amenaza para las sociedades occidentales?

Podemos definir el movimiento «woke» como un movimiento que aboga por la justicia social desde una perspectiva de izquierda radical, centrándose en temas como el racismo, el sexismo, la homofobia, la transfobia, el ecologismo y el vegetarianismo, entre otros. Implica una lucha activa y militante contra toda forma de discriminación, suponiendo una ruptura con el pasado para crear una nueva cultura y, por consiguiente, la eliminación de cualquier voz disidente.

El movimiento woke es, por lo tanto, un movimiento fundamentalista cuyo objetivo es crear conciencia sobre supuestas injusticias raciales y sociales, tanto pasadas como presentes. Originado en la comunidad afroamericana, surge del concepto de estar «despierto» o vigilante, que luego se extiende a la sociedad en general, donde todos los grupos supuestamente discriminados se identifican con la lógica dicotómica de opresor/oprimido, dominador/dominado, explotador/explotado. A partir de la noción de estar «despierto» (woke), se transita hacia el concepto punitivo de «cultura de la cancelación», que está intrínsecamente ligado: si somos conscientes de la discriminación, debemos cancelar (prohibir) a quienes discriminan.

En última instancia, el wokeismo busca cambiar la matriz civilizatoria y cultural de Occidente, borrando los principios, valores y referencias del legado de Jerusalén, Atenas y Roma, así como la Ilustración, la ciencia y la tecnología; en resumen, el mundo que hemos construido.

En resumen, todos los atributos negativos que marcan la historia —esclavitud, racismo, colonialismo, opresión de minorías y pueblos, genocidio, etc.— se consideran responsabilidad exclusiva de Occidente. Otros pueblos y culturas quedan exentos de toda culpa, o si existen, se les considera irrelevantes, marginales e intrascendentes. Así, persiste un acervo difuso y a menudo incoherente de agravios, arraigado en el resentimiento, que busca una lucha implacable y, en última instancia, la erradicación de la cultura occidental.

¿Es el progresismo realmente un derivado del marxismo? ¿O es más bien un producto de la visión burguesa del mundo, del individualismo llevado al extremo y de la rebelión contra todo lo que nos une, incluyendo la realidad nacional y biológica? En esencia, ¿no es el progresismo una forma extrema de liberalismo?

El wokeismo se basa fundamentalmente en tres fuentes distintas, todas ellas arraigadas en el marxismo heterodoxo: el gramscianismo, la Escuela de Frankfurt y el posmodernismo. Estas corrientes pretenden, de una u otra forma, no solo criticar, sino deconstruir la cultura occidental y, a la vez, crear un «hombre nuevo». Sin embargo, no podemos limitarnos a este universo de influencias teóricas paramarxistas; el hiperliberalismo desempeña un papel igualmente importante.

En efecto, el hiperliberalismo, favorecido por las élites urbanas en el ámbito anglosajón, rechaza la intervención estatal en la vida económica, política y social, y enfatiza la libertad individual sin restricciones. Este es otro componente esencial del progresismo social, a menudo subestimado, pero que proporciona la base necesaria y suficiente para que se vuelva inevitable en la sociedad occidental contemporánea. Es el individualismo llevado al extremo, sin límites de ningún tipo.

Sin embargo, quiero recalcar que este liberalismo extremo y elitista encuentra una fuerte oposición por parte de la mayoría de la población, que no lo acepta.

Aunque varios autores, como Jordan Peterson, Ben Shapiro, Victor Davis Hanson o William S. Lind, califican el wokeismo como «marxismo cultural» o «neomarxismo posmoderno», conviene ser cauteloso con estos términos, ya que pueden generar confusión. Las tesis que defienden los partidarios de este movimiento contradicen en cierta medida los movimientos marxistas tradicionales. Además, oscurecen la importancia decisiva del hiperliberalismo, sin el cual el fenómeno sería meramente marginal.

¿Cómo podemos comprender un movimiento que, de hecho, es uno de abnegación y suicidio civilizatorio?

Se ha creado una ilusión monumental, una falacia sin límites que —como observó Emmanuel Todd— representa un acto nihilista e intelectualmente deshonesto. Esta construcción busca imponerse en la llamada «burbuja», es decir, las clases medias urbanas de mayor nivel socioeconómico y los medios de comunicación afines. La estrategia es clara: arraigar esta mentira en ese grupo restringido y, desde allí, extenderla al resto de la sociedad. La gran incógnita es qué postura elegirá el ciudadano medio, y no es difícil adivinar cuál será.

El cristianismo, que podría haber sido un bastión de resistencia contra el avance de la ideología woke, se encuentra ahora en rápido declive. En su lugar, prosperan el relativismo, el hedonismo, el emotivismo y el nihilismo.

Cabe destacar que el progresismo woke se presenta como una nueva religión secular, con una matriz mesiánica e inspirada en el calvinismo, que enfatiza el concepto de predestinación: algunos son los elegidos, otros los réprobos. En el calvinismo, esta distinción está determinada soberanamente por Dios e influye en la salvación. En el universo woke, el hombre blanco y heterosexual está irremediablemente condenado, sin posibilidad de redención. En el cristianismo, el pecado original puede redimirse mediante el bautismo. En el progresismo woke, la «culpa original» del hombre blanco es indeleble. No puede cambiar el color de su piel; la genética se lo impide. Como heterosexual, es, por definición, homófobo. Incluso si intenta convertirse en mujer, nunca podrá lograrlo plenamente, ya que la biología se lo impide. Por lo tanto, está marcado desde el principio como beneficiario privilegiado de un sistema heteropatriarcal que históricamente lo favoreció. En consecuencia, está condenado, sin posibilidad de expiación.

El triunfo del relativismo moral, encarnado en la ideología woke, es, sin duda, la mayor amenaza, de la que derivan todas las demás. Representa la sentencia de muerte de la civilización occidental. 

Estamos presenciando la culminación de una larga crisis de valores que se ha prolongado durante décadas y que ahora entra en su fase final. No está claro cuándo concluirá este ciclo, pero es seguro que el final se acerca.

La universidad —una noble creación de la Europa cristiana— parece haber sido completamente capturada por la secta woke. ¿Cómo podemos devolverle su función original y alinearla con el bien común? En definitiva, ¿cómo podemos descolonizarla de la influencia woke sin menoscabar su libertad?

La universidad fue, sin duda, la cuna del movimiento woke, y es difícil refutar esta realidad. Todo comenzó en los departamentos de Ciencias Sociales y Humanidades, donde esta ideología se impuso rápidamente, impulsada por la imposición de la corrección política y la propagación de la cultura de la cancelación. Desde allí, se extendió gradualmente a las llamadas ciencias exactas, y hoy en día, prácticamente ninguna disciplina académica es inmune a la influencia woke.

En resumen: se reescribe la historia, se ignora la biología y se devalúa la matemática, acusándola de racismo estructural (!). Este colapso deliberado del mundo académico es, en última instancia, la señal de alarma del declive de la civilización occidental.

Otras potencias mundiales, como China, India y Rusia, se han negado a participar en este “harakiri ideológico”, posicionándose para definir las nuevas reglas del orden mundial.

Sin embargo, la contaminación no se ha limitado al ámbito académico. Las metástasis se han extendido a casi todo el tejido social: los medios de comunicación, la clase política —especialmente entre la izquierda y los llamados liberales—, la industria del entretenimiento, las redes sociales e incluso la educación preescolar y primaria. Por último, pero no menos importante, el apoyo manifiesto del gran capital a las causas woke, que puede parecer contradictorio a primera vista, pero que cobra perfecto sentido si consideramos el dicho: el dinero manda . Todos estos sectores interactúan y se refuerzan mutuamente, creando una red ideológica cohesionada y resistente.

Mientras el poder político permanezca pasivo, permisivo —o peor aún, cómplice— poco se puede hacer. Es fundamental reconocer la esencia del problema: se trata de una cuestión política y debe abordarse desde esa perspectiva. Entre las medidas que se pueden adoptar, destaco la promoción de un verdadero pluralismo intelectual, sustituyendo la diversidad basada en características físicas (sexo, etnia, color de piel, etc.) por una diversidad de ideas no alineadas con ideologías específicas (es decir, «no woke»); la reformulación de los planes de estudio académicos para eliminar narrativas sesgadas y dogmatismo; la garantía de los derechos y libertades fundamentales en las universidades, especialmente la libertad de expresión, con sanciones para quienes la vulneren; la condena explícita de la represión intelectual y la cultura de la cancelación; y la suspensión de la financiación pública a las universidades, institutos dependientes y medios de comunicación que vulneren estas libertades o promuevan el dogmatismo.

En mi opinión, las medidas financieras podrían resultar las más efectivas. Si se respetan las reglas del juego, los problemas tienden a desaparecer. En caso de incumplimiento, deben aplicarse sanciones y mecanismos correctivos. Cabe recordar que el movimiento woke es inherentemente totalitario y no dudará en avanzar ante cualquier debilidad o vacilación.

Hoy, la derecha conservadora parece estar en auge en Occidente; se percibe una especie de contrarrevolución. ¿Es esta interpretación demasiado optimista? ¿Ha sido derrotada la hidra woke, o se prepara para resurgir?

En mi opinión, el movimiento woke aún no ha sido derrotado. A pesar de factores como la elección de Donald Trump y sus decretos anti-woke, la reciente decisión del Tribunal Supremo del Reino Unido que define el sexo como criterio biológico (reafirmando una distinción de sentido común de enorme relevancia en medio de la confusión reinante), y diversas medidas restrictivas en países europeos que parecen indicar un retroceso del fenómeno, me pregunto si esta aparente regresión es real.

El movimiento está profundamente arraigado en la sociedad occidental y es difícil de erradicar. La balanza se ha inclinado en una dirección, pero podría inclinarse en cualquier momento. 

Personalmente, no adopto el optimismo como principio rector. La batalla cultural, por ahora, está lejos de haber sido ganada.

Dado que Estados Unidos cuenta ahora con un gobierno abiertamente hostil a la agenda woke en decadencia, ¿es realista imaginar un recentrado del poder globalista-woke en Europa? En cualquier caso, ese parece ser el plan.

En lo que respecta a Europa, me veo obligado a adoptar una postura más matizada y quizá menos pesimista, si bien la incertidumbre siempre está presente. La amenaza del progresismo se percibe en el Viejo Continente, pero la situación no es comparable a la de Norteamérica o el Reino Unido. Aunque existen condiciones que podrían facilitar la introducción y el fortalecimiento del progresismo en Europa —como el apoyo de las élites urbanas, los partidos políticos de izquierda y las instituciones supranacionales—, existe una fuerte resistencia cultural, política y social en muchos países europeos, especialmente por parte de las clases trabajadoras y los partidos de derecha. Esto hace improbable que Europa se convierta en el nuevo centro mundial de esta ideología, si bien, con algunas variaciones, sigue la tendencia. El progresismo puede persistir en nichos progresistas, pero se enfrentará a importantes obstáculos, sobre todo en naciones con fuertes identidades nacionales o escepticismo hacia las influencias culturales estadounidenses o anglosajonas. Sin embargo, la crisis de valores sigue siendo un factor constante, y el futuro dependerá de cómo las sociedades europeas equilibren el universalismo, el nacionalismo y las presiones externas.

Como diplomático de larga trayectoria, seguramente conoce el impacto geopolítico del progresismo como una demonización de Occidente. Resulta difícil imaginar un mayor revés para el poder blando de Europa que la narrativa predominante que la presenta como una civilización inherentemente esclavizante, explotadora y depredadora; una inversión del concepto de la «carga del hombre blanco», donde el europeo se reinventa como la carga del mundo.

No voy a evadir la pregunta, pero una respuesta comprensible requiere cierto contexto.

Desde la perspectiva woke, los occidentales deben autoflagelarse por los graves errores del pasado: la esclavitud, la Inquisición, el exterminio de los pueblos indígenas, el colonialismo, el imperialismo, etc. Por lo tanto, se considera necesaria una disculpa.

Esto parte de la falacia de que la esclavitud es un fenómeno relativamente reciente en la historia de la humanidad y exclusivo de los europeos. Por lo tanto, no habría existido la esclavitud en China, el mundo árabe-musulmán ni entre los pueblos africanos, y de haber existido, habría sido un fenómeno aislado e insignificante. Cabe señalar que el comercio transatlántico de esclavos fue mucho menor que el comercio turco-árabe. Además, la esclavitud no es una cuestión de raza, como bien sabe cualquiera que tenga algún conocimiento del pasado. El mundo antiguo la practicaba sin distinción de raza o etnia.

¿Debemos pedir disculpas a los supuestos descendientes de esclavos por injusticias que no cometimos contra personas que no las sufrieron? ¿Y con qué fundamento deberíamos compensarlos?

En cuanto al imperialismo y el exterminio de pueblos, ¿qué podemos decir de las masacres de Gengis Kan (entre 30 y 40 millones de muertos) o Tamerlán (17 millones) e innumerables otros pueblos no europeos?

Cabe destacar que el colonialismo histórico se caracterizó por la explotación de los recursos naturales y humanos de África en beneficio de las metrópolis europeas, a menudo bajo formas opresivas. También conllevó un proceso de aculturación que impuso lenguas, costumbres y valores europeos, generando tensiones con las culturas locales, si bien, en muchos casos, esta influencia fue parcialmente asimilada.

Al mismo tiempo, el periodo colonial dejó un importante legado material: creó infraestructura (puertos, carreteras, redes eléctricas), introdujo nuevas técnicas agrícolas, impulsó una incipiente industrialización y promovió la educación y las instituciones jurídicas. También se le atribuyen tres dimensiones: la abolición de la esclavitud (que las propias potencias coloniales habían fomentado); el control centralizado de los conflictos intertribales; y la construcción de identidades nacionales en sociedades que anteriormente habían sido predominantemente tribales.

El balance no es del todo negativo, pero para quienes se adhieren a la corrección política, no puede aceptarse como tal.

En resumen, debemos impedir que la historia se reescriba para adaptarla al momento y a las preocupaciones actuales, sin un verdadero espíritu histórico ni respeto por la mentalidad de la época. Pero desde la perspectiva woke, los hechos no importan. Lo que importa es la narrativa políticamente correcta. Lo importante es ser moralmente superior, y la izquierda siempre se considera moralmente superior.

Amplificado por corrientes identitarias y poscoloniales, este discurso es explotado por rivales geopolíticos como China y Rusia, que se presentan como alternativas «auténticas» a un Occidente supuestamente decadente y opresivo. La crítica legítima al colonialismo ha evolucionado hacia una culpabilización anacrónica e insensata, erosionando la legitimidad cultural y moral de Europa. Esta visión autoflagelante, institucionalizada en el progresismo, debilita la autoridad moral occidental a nivel global y compromete la cohesión interna, generando divisiones culturales y un sentimiento de culpa histórica. 

También es interesante considerar la posibilidad —o la imposibilidad— de armonía entre civilizaciones cuando se normaliza la idea de culpa histórica, colectiva y heredada.

La posibilidad de armonía entre civilizaciones es un tema complejo al considerar el concepto de culpa histórica, colectiva y heredada. Este concepto sugiere que grupos o naciones son responsables de acciones pasadas, incluso si los individuos actuales no participaron directamente en ellas. Si bien reconocer las injusticias históricas es importante para comprender el presente, un énfasis excesivo en dicha culpa puede obstaculizar la armonía entre civilizaciones, perpetuando el resentimiento, la desconfianza y las divisiones.

La normalización de la culpa colectiva e histórica puede dificultar la armonía entre civilizaciones al perpetuar las divisiones del pasado. Sin embargo, la armonía es posible si se logra un equilibrio entre el reconocimiento de las injusticias históricas y la priorización de un futuro de cooperación y respeto mutuo. Este camino exige acciones concretas de reconciliación, un enfoque equilibrado de la educación y el compromiso de los líderes y las sociedades para superar el resentimiento, sobre todo en un contexto globalizado donde la colaboración es fundamental.

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