¡Cámaras! ¡Subvención! | Javier Toledano

El único campo en que la izquierda española presume ejercer algo que, muy tangencialmente, podríamos denominar “patriotismo”, es el cine. La convocatoria es permanente. “Hay que ver cine español”. “Sean patriotas y vayan a las salas comerciales a ver los estrenos “españoles” en la cartelera”. Haces cola, pagas la entrada, que habría de ser gratis, pues las cintas que proyectan (hay excepciones) han sido generosamente subvencionadas y, con todo y con eso, no recaudan ni la décima parte de lo que nos ha costado producirlas. Eso y que, en cuanto apagan las luces, España no es mencionada en absoluto salvo para insultarla, para ciscarse en sus símbolos, para hacer mofa y befa de sus hitos históricos más sobresalientes, para despreciar su legado cultural con un rictus de asco y, muy comúnmente, para pintarnos una Guerra Civil, no falla, en la que sanguinarios milicianos de la retaguardia republicana remedan apóstoles de una suerte de budismo zen en armonía con la naturaleza y que nunca han roto un plato, ni en las checas más lúgubres y feroces, y los sublevados, indefectiblemente, son carniceros sin entrañas que desayunan niños de teta churruscaditos alast.

Y mire usted que la Historia de España, grandes gestas y no menores descalabros, que es lo que caracteriza a una gran nación conectada al ecúmene de las culturas habidas, y en ocasiones protagonista destacada y rectora de los destinos del mundo occidental, daría para una escuela de cine épico formidable que ríase de la saga incompleta de Eisenstein sobre Iván el Terrible, de la conquista del Salvaje Oeste por los centauros del desierto o de las hazañas bélicas de las tropas coloniales de Su Graciosa Majestad en la India o en África (“Tres lanceros bengalíes”, “La carga de la Brigada Ligera” o “Zulú”). Y no necesariamente para cantar en ditirambos nuestras pasadas glorias, pífanos y tambores, sin asomo de autocrítica o evitando por sistema episodios oscuros, pues en el legado de las naciones que forjaron imperios alternan, va de suyo, sacrificios inauditos, enormes, y errores y hecatombes estremecedores. Y así hay que aceptarlo y asumirlo.

Pero, pasemos lista a unos cuantos ejemplos recientes verdaderamente sofocantes. Inició esta andadura el muchas veces premiado Fernando Trueba con un lapidario “me importa una mierda ser español”. Exabrupto contra la nacionalidad propia que no es óbice para trincar subvenciones a cuenta de los impuestos de esos connacionales que no comparten sus desapegados sentimientos de pertenencia. Meses atrás un actor catapultado a la fama por la exitosa teleserie “La casa de papel” se jactaba de haber interpretado a un Juan Sebastián Elcano “muy de izquierdas y con perfil de sindicalista”, acaso por los motines habidos, moneda común en aquellas expediciones, contra Magallanes antes de caer éste peleando contra indígenas filipinos. “Muy de izquierdas”, arrea, y “sindicalista”. Y uno se lo figura poniéndose tibio a mariscadas en la cubierta de la nao capitana cual un liberado de UGT… ¿Qué culpa tendrá el navegante guipuzcoano de las absurdas ensoñaciones de ese tarugo “ilustrado”?

Ítem más: don Pelayo. El espadario del rey don Rodrigo se lía a pedradas y flechazos contra los musulmanes emboscado en riscos y peñascos, como si fueran él y los suyos cabras montesas, y van y nos dicen los progres que era el interfecto, atiza, un “evasor fiscal”. Así lo afirman campanudamente en una “guía educativa sobre Memoria Democrática”, que es oxímoron de manual: “educativo” y “Memoria Democrática”. Lo que el agua al aceite. La cuestión es que, según los tales, don Pelayo no era partidario de abonar impuestos al gobernador del emirato dependiente de Damasco y por esa razón se echó al monte, desbrozando la senda que, siglos después, transitaría el novio de Ayuso mismamente. Don Pelayo… ¡Un puto evasor fiscal!… Siendo ésa una caracterización asaz prosaica de tan legendario personaje, qué peliculón no rodaría Mel Gibson, “Covadonga”, sirviéndose del montaraz caudillo visigodo, cabe decir que el detonante de la independencia de las trece colonias americanas, siglo XVIII, no fue otro que la rapacidad tributaria de la corona británica: el impuesto sobre el té. Luego, la rebeldía armada contra exacciones fiscales abusivas es ratio essendi perfectamente homologada en la casuística histórica.

Y, aunque abundan los ejemplos, cerramos este breve glosario con nuestro más universal genio de las letras. Alejandro Amenábar, en vanguardia de nuestra plétora de cineastas, ha convertido a Miguel de Cervantes en homosexual. Amenábar, Amenábar, moro de la morería, confunde el cautiverio de aquél en Argel con una estancia a gastos pagados en un baño turco (acaso la sauna Adán del prostibulario clan Gómez), y proyecta su personalidad y fantasías, como ha reconocido el andoba ése, sobre el autor de El Quijote. Aterra pensar que Amenábar, en su desbocada megalomanía gay, agarre un día de estos a Jesús de Nazaret, por rivalizar con grandes nombres del septeno arte como Nicholas Ray, Pasolini o Zeffirelli, y cambie por un tocado de plumas de colorines la corona de espinas, dispuesto a hacer a costa de Cristo un “remake” del “Sebastian” de Derek Jarman. Por todo ello sería razonable que la RAE, si se sacude la presión del gobierno a través del viudo de Almudena Grandes que preside el Instituto Cervantes, dé marchamo oficial a esta nueva definición de “español”: “Dícese del nacional que, por higiene mental, huye como de la peste de las películas rodadas en su país”. Acepción que habría de acompañar a esta otra: “Dícese del idioma de gran relevancia y difusión mundial vetado en la escolarización obligatoria a no menos de un 30% de los alumnos españoles”. ¡Cooorten!

Javier Toledano| escritor      

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